Hábitos durante la guerra
Sangrienta y nefasta, sí, pero fascinante por su altísima complejidad y por los actores que la dominaron y que la escribieron.
Churchill, Hitler, Roosevelt y Stalin, acompañados de generales como Marshall, Eisenhower, Brooke y Antonov, todos planeando cada movimiento.
Parte curiosa de ésta también fueron los hábitos que cada uno de éstos personajes tenía mientras se desarrollaba la guerra.
El mayor experto en el tema y reconocido profesor inglés, Richard Overy, lo detalla con prolijidad en su libro "Por qué ganaron los aliados".
Stalin por ejemplo, tal vez el más brutal y cínico de todos, se levantaba tarde y trabajaba hasta las dos o tres de la mañana.
Recibía un informe tres veces al día de la situación de la guerra y era implacable con los errores y las muestras de cobardía de sus subordinados.
Roosevelt, por otro lado, detestaba el protocolo y no ponía nada por escrito. Tenía un gran defecto en dar sugerencias y no órdenes a sus colaboradores (en los que confiaba ciegamente) dejándolos muchas veces intrigados.
Churchill en cambio (el más bebedor y fumador de todos) durante la guerra superó un ataque al corazón y varios de neumonía y, a pesar de ser el más viejo, vivió más tiempo.
También prefería la sencillez al protocolo como Roosevelt, pero sí utilizaba notas personales para comunicarse directamente con sus ministros y generales.
Hitler también prefería la entrevista personal al gran comité. El más imponente y tenaz de todos, solía dormir hasta tarde y sólo celebraba una gran conferencia al medio día donde analizaba la situación y tomaba decisiones.
Él era el único que se sentaba mientras lo demás permanecían de pie durante las dos o tres horas que duraba la reunión. Luego llenaba la tarde con entrevistas hasta que se dormía a las tres de la madrugada luego de haber leído o visto películas.
El más interesante, sin embargo, era el general Marshall. De una disciplina estoica, se levantaba a las 6:30 todos los días, daba dos paseos en caballo al día y luego de las cinco de la tarde no atendía a nadie a menos que fuese el presidente, y por teléfono. Creía que a nadie se le ocurre una idea original después de esa hora.
Artículo publicado en el Diario El Heraldo (domingo 2 de agosto de 2015)