Informe sin brillo ni pandereta
El pasado 24 de mayo, el informe presidencial confirmó lo que hace algún
tiempo se percibe en el ambiente: la pérdida de brillo de la revolución
ciudadana.
El discurso ya no es el mismo; los motivos ya no son los mismos; y
bueno, los protagonistas ya no son los mismos. Se ha perdido la frescura y la
creatividad que caracterizó (nos guste o no) al movimiento en el 2006. Aquellos
que parecían enfrentar al establishment
hoy parecen, precisamente, el establishment
más recio de todos.
La necesaria movilidad y familiaridad que constriñe la
buena política ha sido reemplazada por la pompa del poder, la comodidad y hasta
los jacuzzis hechos a la medida.
Es cierto que tras siete años el desgaste es inevitable, sin embargo,
algo más parece estar sucediendo en el gobierno: la única luz que lo sostiene
todo también pierde de a poco su fulgor mágico. El presidente Correa, guía y
sustento del proyecto político, aquel que encandiló los micrófonos y enterró
ferozmente a unos cuantos adversarios del gremio, ya no trasmite lo mismo. Es
repetitivo en el discurso y en las formas. Y, lo que es peor, se lo ve solo.
Sus ministros y colaboradores no son más que prolongaciones autorizadas de sus
ideas y de sus frases, extremadamente vacíos y, aparentemente, sin destellos de
ambición como los de su capitán. Eso, lejos de ser positivo para quienes
gobiernan, es altamente negativo. Deja claro que el proyecto terminará con el
presidente y fuerza, por supuesto, su necesaria reelección.
El mensaje del 2006, que presentó una reivindicación de los ciudadanos
frente a la “partidocracia” y caló en los electores ese momento, hoy ha pasado
a ser una justificación constante que encuentra fantasmas por doquier, incluso
luego de tres mandatos consecutivos. Lo fue en el informe presidencial: los
primeros minutos fueron un ataque exclusivo al alcalde de Guayaquil. Luego
vinieron arremetidas a la prensa, a la banca, a los indígenas y al capital
internacional. Todos culpables de los problemas, una excusa que ya nadie la
entiende. Al fin y al cabo, ¿no están ya siete años sentados en Carondelet y
van para los diez?