La batalla en la Asamblea

Es imposible que podamos llamar parlamento nacional a la actual asamblea que tenemos en el país. 

No podemos. Lo que hoy se ve es una función desfigurada (en el fondo y en la forma) que ha perdido su esencia y que ha olvidado la historia de sus curules.

El parlamento es, precisamente, el lugar donde cuajan las pasiones de la democracia. 

Donde se discuten y se enfrentan visiones distintas, se disminuye con inteligencia al adversario político y se cumple con el rol encomendado por el ciudadano votante: defender sin miedo principios, ideales, derechos y expectativas de un mejor porvenir.

En eso consiste un parlamento. Y al existir tanto apasionamiento es natural que los enfrentamientos sean fuertes. En algunas partes éstos son sólo verbales y en otras incluso llegan a los golpes como en Japón, por ejemplo. Eso, en mi opinión, es normal.

Lo que no es normal es esperar mansedumbre y silencio ordenado de un órgano que lleva en su sangre la combatividad y la dialéctica. 

Dicho esto entonces, ¿cómo pueden intentar limitar el discurso de un parlamentario, de un diputado o de un asambleísta?


¿Osea que ante la goleada mediática que han recibido por parte la oposición en las últimas semanas la solución es callarlos, como a los periodistas? ¡Luchen en la propia asamblea pero no destruyan la columna vertebral de la democracia!

La oposición en la Asamblea Nacional ha demostrado, a pesar de ser minoría, su calidad, capacidad y curtida experiencia enfrentando al bloque oficialista. 

Y éste último, a pesar de ser mayoría y de controlarlo todo, ha perdido olímpicamente la batalla ante la opinión pública. 

Ya se viene en diciembre la prueba más dura de todas: la aprobación de las enmiendas constitucionales y de la reelección indefinida. ¿Qué harán?


Artículo publicado en el Diario El Heraldo (domingo 26 de julio de 2015)
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