¿Hiperconectados y tontos?
Hace unos días
caminaba por la calle y me sorprendió la nueva oferta de algunos restaurantes
que compiten por clientes en la atareada noche londinense: wifi súper rápido.
Sí, ya no se
trata únicamente de wifi gratis con su hamburguesa o con su sopa de lentejas,
sino de wifi súper rápido, del superman de los wifis, capaz de permitirle ver
videos de la más alta calidad en su pantalla de 10cm por 5cm mientras cena con
sus seres queridos.
Olvídese de esos
momentos de aburrimiento o de silencio, saque su celular y enseñe sus fotos,
los videos que crea divertidos (y que todos tienen que ver) o, mejor aún,
utilícelo para distraerse y para que no le encuentren con la mirada perdida en
la gastada viga de madera que tiene el techo.
-¡Hey! ¿Estás
bien? Te ves con la mirada un poco perdida. ¿Se te fue la batería del cel?
-No, simplemente me dieron ganas de ver el
condenado techo. Punto.
¿Cuántos minutos
perdemos cada día por estar leyendo tweets y correos que no nos interesan o
recibiendo notificaciones que nos tienen sin cuidado?
¿Hay algún ser humano que
todavía se dedique a reconocer formas de animales o de cosas en las nubes?
Porque esa era una distracción común entre los niños y entre enamorados
tumbados en un césped pero hoy quien lo haga fácilmente podría pasar por
idiota.
Hoy la
hiperconexión es un síntoma proletario. Mientras los ultraricos buscan
desconectarse (a excepción de las Kardashians, claro está) nosotros nos conectamos
más y más.
El turismo de desconexión es un mercado en crecimiento y un lujo que
sólo aquellos que no tienen que estar contestando llamadas y respondiendo
correos cada minuto pueden darse.
Y no me
malinterprete: yo también soy uno de los hiperconectados. Lo que me llama la
atención es por qué buscamos tanta conexión.
¿Libera nuestro cerebro alguna
sustancia adictiva cada vez que encontramos una nueva notificación o que vemos
en Facebook un video de perritos bailarines? ¿Qué diablos nos pasa?
Artículo publicado en el Diario El Heraldo (domingo 25 de octubre de 2015)