Marx no hablaba en serio
“Ni lo
uno ni lo otro, sino todo lo contrario”—dijo alguna vez Carlos Andrés Pérez,
con insólita y desparpaja sabiduría.
Es que a
veces parecería que verdadero talento se requiere para hacer cosas que no le sirven
a nadie y que, claro, despistan a todos. Las recientes reformas al Código del Trabajo son un ejemplo porque no favorecen ni a los trabajadores ni a los
empleadores sino…todo lo contrario.
Marx
estaría contento. ¡Pero no Karl sino Groucho! Creo que algunos han tomado como máxima
su frase de que “la política es el arte de buscar problemas, encontrarlos,
hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados”. Talvez en
sus clases de Georgetown, Yonitown y Quiensabetown sin querer se equivocaron de
aula y confundieron la del filósofo con la del célebre comediante. Sé que no
fue su culpa pero créanme, queridos amigos, Groucho no hablaba en serio.
Y mire
usted que se ha requerido chispa para elaborar el flamante paquete de reformas al
actual Código del Trabajo (que, por cierto, hace tiempo es malo). Además, lo
han hecho alejados de ese espíritu priísta que les caracteriza y por el cual
les tachan de socialistas ultraizquierdosos y de megaderechistas thatcherianos.
Hoy no han sido salomónicos con las sobras y no sabemos a dónde mismo han
querido llegar. No ayudan a nadie.
Por un
lado han puesto topes a la distribución de utilidades de los trabajadores y por
otro han establecido escalas remunerativas a gerentes y directivos. Siendo más
escandaloso lo primero, puesto que si estas utilidades exceden de veinticuatro
salarios básicos, quien se las lleva es el régimen de prestaciones solidarias
de la Seguridad Social. Tengo que reconocerlo: ¡qué manera más astuta de crear
un nuevo impuesto a la renta!
Los
cambios son sustanciales y su análisis se prestaría para más y más artículos
aburridos como éste. Sin olvidar la obligación de que los amos y amas de casa
se afilien al IESS y la eliminación del contrato a plazo fijo, lo cierto es que
estas reformas perjudican y parecen el resultado de un emperro crónico porque el
gran código, el suculento, el que iba a ser un legado eterno, al final fue
rechazado de plano por los ecuatorianos.