Del bar al teatro
Confieso que
sentí frustración cuando hace algunos días comprobé frente a la pantalla del computador que se habían agotado las entradas para un concierto al que había
planificado asistir.
Habían volado en cuestión de minutos el mismo día que
salieron a la venta y yo, confiado e ingenuo, pensé que no iba a tener problema
si las compraba unos días después. Terrible error.
El concierto iba
a ser (o va a ser, mejor dicho) un tándem magnífico entre el afamado venezolano
Gustavo Dudamel, director de Orquesta Filarmónica de Los Ángeles y de las
sinfónicas "Gotemburgo" y "Simón Bolívar", y el consagrado
pianista argentino Daniel Barenboim.
Osea, un conciertazo con el componente más
exquisito que tiene la música clásica latinoamericana en estos momentos (sin
olvidar al tenor Juan Diego Flórez, por supuesto). Lo lógico y
"noble" sería presumir de que fui al evento y no contar que me lo
perdí, pero mi cargo de conciencia me obliga a hacer un mea culpa público.
Eso, sin embargo,
solo clarifica la estupenda industria del espectáculo que reina en las grandes metrópolis
del mundo.
Es que al menos en Londres se consume tanta cultura como cerveza. Los
pubs se llenan todas las tardes, pero
también los teatros, los cines, los museos, las galerías y hasta la pequeñas
exhibiciones que montan artistas emergentes. Hay para los gustos y para todos
los bolsillos.
Una vez pasado el
umbral del desconocimiento, un artista hasta puede vivir haciendo lo suyo sin
tener que alternar con algo más que le permita subsistir. Pero claro, eso se da
por que hay quien lo demande y lo disfrute.
Es un proceso que se nutre de la
salud económica de los individuos que viven o de que aquellos que visitan una
ciudad (si esta se hace atractiva al turismo). Es simple: con más riqueza, más
cultura disponible y, por ende, consumible. La verdad es que poco cuenta el
dirigismo estatal en esta ecuación, es algo espontáneo que florece cuando hay
condiciones.
Artículo publicado en el Diario el Heraldo (domingo 6 de diciembre de 2015)